Carlos Aranda Márquez
Hoy en día la pintura ha sido relegada a un plano ambiguo entre el desprecio, porque se quiere asumir que ya no es una forma contemporánea de expresión, y la condescendencia, porque es lo único que entienden los públicos no especializados como lenguaje de investigación plástica. Al mismo tiempo, ningún sistema artístico de representación puede reclamar el sitio de importancia que tuvo la pintura los últimos quinientos años. ¿De dónde se deriva esta ambigüedad que provoca la pintura? Para los distribuidores y promotores de lo que se cree que debe ser la vanguardia plástica: directores de museos de arte, curadores, críticos y dueños de galerías de arte contemporáneo, la pintura se ha convertido en algo asequible para el ojo en tiempos donde las narrativas significativas se encuentran concentradas en los videojuegos, el cine, la televisión y los medios de comunicación masiva, incluida la red electrónica. ¿Es cierto esto? Error. La pintura es probablemente uno de los medios contemporáneos más eficientes para plantearnos problemas de representación, narrativas simbólicas, discursos filosóficos y crítica de la realidad. Esto no invalida la importancia que tienen la fotografía, el cine y cualquier forma de grabado, el videoarte y sobre todo, la literatura como elemento de lectura bidimensional. En todas estas formas de representación también se evocan los mitos, la pasión y las emociones humanas pero el conjuro de la obra única e irrepetible que convoca la pintura la mantiene en ese estado de atracción y rechazo permanente. El caso de Daniel Lezama es ejemplo de cómo un artista puede tener éxito entre sus pares y al mismo tiempo ser un perfecto desconocido para el público en general. Sus obras han sido rechazadas frente a las obras de pintores mediocres en los principales concursos de artes plásticas; no obstante ha sido merecedor de diversas becas. Daniel Lezama es uno de los pocos creadores que rescatan al lenguaje pictórico de su inercia y ambigüedad, con un conjunto de obras contundentes. Cabe decir que apenas tiene treinta y un años y cinco de estar ejerciendo el deber de la pintura.
Conocí la obra de Daniel en su primera exposición individual en el Centro Cultural San Angel, en 1997, y me pareció terriblemente pretenciosa. Era una serie titulada El velo de Maya, que la componían diez lienzos de gran formato. El pintor había forzado una representación teatral del drama del mundo, donde la pareja ejercitaba diversos juegos sexuales, desde la seducción hasta el hartazgo. Unas pesadas cortinas reducían el campo del cuadro y centraban a los personajes actuantes. Me parecía que Lezama quería ofrecer diferentes guiños a los pintores maestros que le gustaban, sobre todo en el tratamiento de la figura humana. El nivel de pretensión era patente pero también el esfuerzo real por intentar un discurso distinto a los pintores cercanos en edad y en búsquedas visuales. La paleta era reducida y eso le daba más expresividad a las obras, el drama era mucho más metafísico de lo que revelaban los escarceos entre las parejas. Había otra pintura que no pertenecía a la serie y que demostraba una nueva dirección en la que Daniel se quería aventurar. Teatro de lo real (La ronda) hacía más patente el elemento teatral de la pintura; no obstante en el cuadro, la pareja ya no estaba rodeada por los cortinajes pesados. Aparecía un extraño telón de fondo, dado que el pintor quería simular un paisaje natural en donde se está dando el cortejo entre un hombre y una mujer desnudos en posiciones muy incómodas, como si bailaran un vals. Daniel me solicitó, en junio de 1998, que le escribiera el texto del catálogo de su exposición en los Países Bajos y acepté sin saber a ciencia cierta si me gustarían los cuadros nuevos de la serie Doce escenas. Amablemente me invitó a su antiguo estudio de la calle de Mesones en el centro de la ciudad, y me mostró tres o cuatro cuadros en proceso así como fotografías de lo ya pintado o seleccionado. La exposición estaba conformada por ocho cuadros nuevos, dos de El velo de Maya y dos de la serie El teatro de lo real, exhibida en la Academia de San Carlos. Escribí una cuartilla en la que intentaba comparar a Daniel con Gustave Courbet en la uso de la realidad y convertirla en un asunto pictórico. Al final, sólo el título reflejaba esa intención: Bon jour, Monsieur Lezama!
A su retorno de Europa, Daniel Lezama pintó un lienzo de gran formato: El jardín existencial, el cual demostraba todos sus aciertos como pintor hasta ese momento y algunas de sus inmadureces. Pintado dentro de la galería donde sería exhibido, el lienzo mide 185 X 480. Es una alegoría sobre el deseo y la obligación. Si en Doce Escenas había continuado con la exploración del trampantojo (*), iniciado en El teatro de lo real, en este jardín el falso telón jugaba un papel protagónico fundamental porque rodeaba todo el escenario, como si fueran dos telones distintos. Algunas de las figuras exteriores están ¡juzgando! lo que ocurre en el escenario central. Incluso, el aparente telón donde se encuentra la justicia no logra integrarse al cuadro general como debiera. Daniel Lezama había explorado hasta sus últimas consecuencias el trampantojo y la teatralidad que puede ofrecer el espacio pictórico. Este esfuerzo épico no lo dejaba satisfecho. La figura humana se había vuelto cada vez más tersa en su representación y había dejado de interpretar las fuerzas cósmicas como alguna vez lo hiciera en El velo de Maya. A partir de ahí desaparecen los chorreados de pintura y el grado de complejidad para encarnar ¡la realidad!. Lezama había tocado un callejón sin salida; o un punto de partida. Fue entonces que pintó El valle, en el cual el trampantojo es el valle de México. El artista simplifica el número de figuras actuantes y alguien ha levantado el telón rojo para que veamos el atardecer sobre el valle entre la tormenta y la calma.
El retrato de Iris Chávez es una obra intermedia entre su producción de 1996 y finales de 1998. Es un desnudo realista contundente con un paisaje selvático detrás, la figura descansa sobre un mundo rodeado de nubes, una de ellas rinde homenaje a la calavera de Los embajadores de Holbein. El tono reposado y la maestría para tratar la figura femenina anuncia nuevas perspectivas en el discurso plástico de Daniel. Daniel siempre pintó el cuerpo humano como un anhelo renacentista de que éste sea la medida del universo, como dijera Hamlet: ¡el hombre (o la mujer) en su perfección imitan a los ángeles!, de ahí la obsesión particular en retratar niños, jóvenes, hombres maduros vestidos o desnudos y las mujeres; ¡Dios mío! la sensualidad de las mujeres que Daniel retrata o recrea imaginariamente no tiene parangón en este país y eso que el gastado lenguaje de la pintura realista y/o costumbrista se ha fincado en pintar mujeres desnudas. El primer cuadro de la temprana madurez de Daniel Lezama como pintor es La giganta, de principios de 1999.¿Es real o es un sueño? ¿Son las nubes parte del trampantojo? No, es un retrato imaginario cuyo pariente esté tal vez en Goya. Daniel quemó aquí sus naves con su pasado, todo lo demás fueron etapas de aprendizaje. Luego vendría Dos mujeres, en el que desapareció todo el fondo. Daniel carga de sentido el cuadro al obligarnos a intervenir éticamente en la narrativa y preguntarnos qué ha hecho la joven para recibir la reprimenda. Una luz casi manetiana ilumina de la esquina inferior izquierda hacia su punto opuesto.
Para Daniel El valle seguía siendo teatral y demasiado directo. Al pintar La Anunciación en el Cerro del Judío desaparece el trampantojo que servía como pretexto pictórico en aquel lienzo, y obliga a actuar las figuras estáticas, creando una obra maestra sin paralelo. Aquí el viejo es el ángel de la Anunciación, la virgen se ausculta el cuerpo ante el maravilloso suceso, un perro se lame el pene mientras una niña juega con un aparente papalote y un niño en primer plano corre. El cuadro vibra con singular fuerza porque ahora el valle de México es un paisaje real al fondo del cuadro y mientras que la mitad del cuadro preludia la tormenta, la otra yaß la sufre. Otra vez la iluminación incrementa el dramatismo de la Anunciación, porque salvo el ángel y el perro, todos los demás están de espaldas. El nacimiento del amor, la versión de 1999, es una obra similar en la que Daniel coloca a los personajes en un círculo y no podemos ver el rostro del muchacho acuclillado. La sensualidad radica en áquello que no podemos ver pero sí intuir. Los colores cálidos y las nubes cobijan el encuentro del amor. En estas obras recientes, Daniel Lezama ha comenzado a explorar sus demonios. Todos los nuevos lienzos tienen que ver con encuentros entre adolescentes. Una conversación puede dar pie a una compleja ronda de seducción o unos niños desnudos que juguetean inocentemente; en realidad se están conociendo sexualmente. De El velo de Maya a La conversación el proceso de maduración de la pintura ha sido vertiginoso, si tomamos en cuenta que sólo median cuatro años entre un punto y otro.
* Nota del Editor. Trampa con que se engaña a la vista, haciendo que vea lo que no es. |
Estoy de acuerdo en que debemos pensar mejor nuestras opiniones antes de protestar, pero sigo pensando en que maltratar animales no tiene nada que ver con el arte.
Vaya!!! hasta que alguien dice las cosas como son.