Héctor Antón
El pasado es un sueño; el futuro, un espejismo, Lázaro Saavedra es uno de los sobrevivientes al éxodo masivo de la promoción de los ochenta en las artes visuales cubanas, década en la cual fue uno de sus jóvenes protagonistas. Aún lo recuerdo en la presentación de Una mirada retrospectiva (1989), realizada en el Centro Provincial de Artes Plásticas y Diseño, de Luz y Oficios. Estaba vestido como el obrero de una fábrica metalúrgica, la cabeza incrustada en los hombros y casi mudo. Se trataba de una exposición bipersonal junto al ex-integrante de Volumen I Rubén Torres LLorca (1957), quien condujo el debate acerca del propósito curatorial, donde el juego temporal provocaba serios indicios de que nada cambiará para el hombre y su entorno sociopolítico. Como si la “pura ficción” de hoy fuera la rotunda ilusión del mañana. Allí “conocí” al “tímido” artista de 25 años y, desde entonces, traté de seguirle los pasos. Pasó la mitad de los polémicos años ochenta y un día me dispuse a consultar su Trabajo de Diploma en el Instituto Superior de Arte (1988). Enseguida me percaté de que Lázaro no era un protegido ni un discípulo fiel de Torres LLorca, que podía batirse solo en la guerra del arte y estaba seguro en sus pretensiones de fundir el arte con la vida. En la humilde impresión de su Cuaderno de Tesis, revelaba: “Yo vivo en dos dimensiones espaciales: una el mundo de la calle y la otra el mundo del arte. Conceptual y formalmente siempre me he debatido por encontrar la calle dentro del arte y el arte dentro de la calle”. Aquí se concentran los genes de una poética enfocada a mezclar lo culto y lo popular, para transitar de lo serio a lo risible sin caer en el melodrama épico ni en la jocosidad barata. A fines de la década, Saavedra alcanzó el sueño de todo artista: tener una obra emblemática. Una quimera que no lo disparó en el mercado, pero lo inscribió en la historia del arte cubano. La pieza Detector de ideologías (1989) era un pequeño aparato concebido para medir el nivel de obediencia o herejía del individuo. Así la aguja del reloj podría reconocer a los sospechosos de diversionismo ideológico, “epidemia” capaz de brotar fácilmente en quienes no acatan como una religión el canon dogmático del socialismo. Casi invisible en la galería, el artefacto de cartón marca Caribe sugería una “reconstrucción arqueológica” de las aberraciones totalitarias anticipadas por George Orwell en su novela 1984. Otra ficción absurdamente real cuando la persecución política se justifica en nombre de la lucha ideológica. Aparentemente caricaturesca, efímera o circunstancial, la esencia de esta idea deriva en un secreto a voces: hay pesadillas que invaden el cuerpo y la mente del ser humano para toda la vida. Basta ya de añadir mentiras –diría el Nietzsche de La ciencia jovial- “pues solo está sano quien olvidó”. El decenio de los noventa no solo provocó un giro radical en la escena del arte producido en Cuba, sino un desafío ético y estético para los irreverentes de los ochenta que se negaron a dejar su tierra a pesar de los cambios estratégicos de la política cultural en relación con las artes visuales y los rigores del “periodo especial en tiempo de paz”. Suponemos que luego de concluir aquella época con el “libretazo suicida” de Ángel Delgado (defecó encima del periódico Granma sin consultar a los curadores de El objeto esculturado, 1990) Lázaro Saavedra se debió sentir muy solo. Casi todos sus amigos o cómplices se habían ido o estaban por irse. ¿Por qué no aprovechó el boom de los ochenta para intentar legitimarse en otros contextos y disfrutar los avances del primer mundo? ¿Qué lo ataba a enfrentar la reivindicación del paradigma estético o regreso al oficio del arte como modelo a seguir en una tentativa de penetrar el mercado y acabar con el choque directo de los artistas con la institución-arte? ¿No le seducía el “exilio de terciopelo” que eligieron los menos resentidos, para seguir exponiendo en Cuba (hasta en bienales) sin caer en la politización extrema? Despejar tales interrogantes requiere descifrar un intrincado laberinto: la soledad de la conciencia de una personalidad tan coloquial como enigmática. Durante la llamada generación de la cautela, Lázaro no dejó de producir, sin afiliarse al tropo poético como recurso ideal para encender la llama sin quemarse. Su ingenio le permitió mantenerse vivo, sin prestarse a “jugar con la cadena y no con el mono”, comodín estratégico que suavizó las relaciones entre los artistas y la nomenclatura oficial. A pesar del evidente imaginario lúdicro de Saavedra, la solemnidad dramática tiene un peso importante en quien le corre humor por las venas. No es casual que en dos de sus piezas claves de los noventa la comedia se revierte en tragedia. Nos referimos a Sepultados por el olvido, instalación presentada en la VI Bienal de La Habana (1997), que comenzaba en un jardín con unas lápidas blancas sin nombre y concluía en una galera del Castillo del Morro donde fusilaban a criminales y traidores a la patria. Así como Muriendo libre, expuesta ese mismo año en una muestra personal realizada en el espacio alternativo Diverse Works, en Houston, Estados Unidos. Estas obras parecen concebidas por otro Lázaro repleto de dolor que ignora el placer de sonreir. Muriendo libre es una instalación-performance donde el artista le cortaba los hilos a marionetas de madera que colgaban del techo. Sin embargo, la simple acción abarca una complejidad que saca a relucir las crueles maniobras de los cerebros hegemónicos. Esos muñecos tirados en el suelo “personifican” a los mediadores confiables que resultan manipulados y, supuestamente protegidos, mientras son necesarios y cumplen eficazmente su labor derrochando un gran esfuerzo. Porque responder a un poder exige sacrificar tu suspiro de libertad, si deseas sostenerte como un falso imprescindible que nunca se atreve a caminar solo. Esas marionetas libres pero muertas representan a los sepultados por el olvido, eternas víctimas de esa historia reescrita una y otra vez. Simple y complejo, frío y cálido, visceral y amante de la jerga callejera, choteador y cuestionador, Lázaro Saavedra ha enfrentado un reto que descartan los ambiciosos de raza: la temeridad de rechazar la glamurosa opción de encargarle a un grupo de ayudantes la factura de objetos diseñados para decorar las mansiones de adinerados coleccionistas. No es casual que esta clase de productores visuales en serie prefieren estar bien lejos de los críticos. Más duro es fulminar la vagancia mental de obviar la mutación, antes que soñar con la frivolidad de ser entrevistado en una revista del corazón. Tampoco es un mañoso estratega que maquina obras para ilustrar la teoría de un curador legitimado del mainstream o para armar un sonado escándalo, donde la disidencia política implica una ganancia mediática. Cualquiera diría que nació para generar arte y no para venderlo. Ahora los artistas deben negociar cualquier tipo de concesiones para llegar bien lejos y ganar mucho dinero. El conceptualismo es una reacción contra la cultura de la imagen: el masaje visual. Esta máxima encarna la terquedad de su proceso creativo. Aunque esto no impide que a Saavedra le guste vender y vender bien. Después de su experiencia con los fugados miembros del grupo Puré (1986-1987), fungir como profesor del Instituto Superior de Arte le deparó una reconfortante sorpresa. A principios del año 2000, Lázaro encontró a unos estudiantes con los que valdría la pena trabajar. De esta manera, surge el Colectivo Enema, del cual Saavedra era el más experimentado de sus integrantes. Un artista que suele hablar poco dijo que el arte no se enseña. Quizá por ello los futuros amigos de este creador desecharon las citas de un loro instruido y seguidor de la teoría dura, para vivir el arte a partir de la experiencia individual interactuando con la experiencia colectiva. Enema se apropiaba de performances clásicos del body art (Marina Abramovic y Ulay, Linda Montano o Vito Acconci, entre otros), para reconstruir el acto de una o dos personas en un remake peculiar: concretar una “nueva obra” sin autoría y que perteneciera a uno y a todos. Desafío que exigía aceptar y superar los imperativos de la convivencia humana o la resistencia como experimento visible. Una prueba se verificó en Recursos humanos (2002), cuando permanecieron una semana en Galería Habana, donde cada uno debió efectuar la obra de cada artista hasta llegar a la Obra que intentaron grabar en la memoria de quienes visitaron cada día esta galería. Lo que me sorprendió del Colectivo Enema fue palpar de cerca cómo la empatía personal vencía a las mezquindades de la ambición artística. Pensar y gozar el arte era la manera de exorcizar el afán de protagonismo que vicia el competitivo vedetismo del arte contemporáneo. Lázaro Saavedra logró contagiar a sus colegas-discípulos de una fidelidad a sí mismo sin enseñarles cómo hacer un dossier. Luego de la breve pero intensa trayectoria de Enema, cada uno emprendió su carrera en solitario. Aunque continúan siendo buenos amigos (un milagro en el ámbito del arte), reunirlos otra vez será un tanto difícil, porque muchos de ellos decidieron probar suerte en otras tierras. Lázaro Saavedra es un artista de la actitud y no de la conducta. Su conducta es demasiado libertina para garantizar una lealtad confiable o propaganda segura. En cambio, su actitud de roca al soportar el vaivén o la arremetida de las olas lo llevó en el 2006 a fundar Galería I-MEIL. La creación de este espacio independiente sacó a relucir esa vocación de humorista gráfico latente en alguien dotado para tramar reflexiones en las que nadie sabe dónde termina la resignación de la masa o recomienza el abuso de poder Mediante recursos del cómic, textos, imágenes fotográficas o reciclaje de viejas o nuevas consignas, él intenta convertir en realidad (una vez más) el sueño de sus inicios: encontrar la calle dentro del arte y el arte dentro de la calle. Al margen de entregas mayores o menores, Saavedra volvió a utilizar el arte como un arma de lucha desde una trinchera armada con imaginación y osadía. Galería I-MEIL se potenció a partir de un supuesto “neopavonato” y después del primer impacto. Todo empezó por un programa televisivo consagrado a reconocer la trayectoria de funcionarios culturales que dieron la cara y mancharon su conciencia, para ejecutar procesos de limpieza contra “desviaciones” que entorpecieran el camino correcto de la revolución cubana, ensimismada en la plenitud de sus conquistas. Aquella tardía rectificación de errores que intentó el programa, desató una ira que acabó en la denominada guerra de los e-mails. Saavedra fue el único artista plástico que intervino en el catártico desahogo electrónico. Esa pulsión tragicómica que desborda esta galería virtual no le teme al consenso elitista de subestimar al humor gráfico como un género chico justamente excluido de las “bellas artes”. ¿Acaso dibujantes tan conceptuales como Chago Armada, Ajubel o Ares no pueden estar incluidos en la élite del arte contemporáneo, donde se admiten grandes disparates en nombre de chistes que ni siquiera dan gracia? No olvidemos que las mejores verdades se dicen jugando, así como las peores mentiras se proclaman en serio. La existencia y permanencia de Galería I-MEIL solo depende de lo que valida a toda expresión artística ajena a toda hegemonía política: el poder de la imaginación como diario ejercicio del libre albedrío. Los textos han jugado un papel (a veces decisivo) en la obra de L. S. Ya sean como parte integrante de la pieza, los globos de tiras cómicas, declaraciones de principios y hasta palabras al catálogo de una exposición. Tal vez por ello el curador y crítico Píter Ortega le pidió las palabras para un divertimento mediático acogido por la Galería Servando: La revancha (la crítica cubana se dedica al arte) realizada entre marzo y abril del 2008. Más delirante que hilarante, aquí Lázaro se desató sin miedo a las palabras (incluyendo las obscenas o censurables) sin piropear al más influyente crítico y curador haciéndose pasar por artista. A pesar de escribir un texto con los ingredientes necesarios para alabarlo o repudiarlo, no pudo evitar que, al culminar su lectura, evocáramos un axioma medular de José Lezama Lima: “lo lúdicro es lo agónico”. Esa fusión de indiscutibles certezas y simpáticas o crudas fantasías articulan el eje central de las engañosas bromas de Lázaro Saavedra. No por gusto leemos en un segmento de este encargo gratis: “Solo existe mi presente, en la mente, a partir de lo cual edito el pasado y me invento el futuro. Todo futuro es puro invento, un inventario de las carencias y faltantes del almacén del presente. El presente, y no el hombre, es la medida de todas las cosas”. ¿Por qué no te has ido? (2007) es el título de una pieza exhibida durante la exposición colectiva ADN, efectuada en la Galería Villa Manuela, La Habana, (2011). Dicha interrogante abarca un sentido donde lo individual se entrecruza con el drama de un país nómada en constante emigración. Es un video resuelto mediante una bandera cubana ondeando en el espacio que, de pronto, cubre la pantalla y no te deja ver más que ese vistoso emblema de la identidad nacional. El sonido es una balada romántica del cantante español Raphael que dice en unas de sus cursis estrofas: /A que no te vas, a que sigues aguantando aquí a mi lado lo que no tienes que aguantar/ A que no te vas, a que sigues como perro aquí a mi lado/A que no te vas, a pesar de lo que sabes que yo hago/. En esa apropiación sarcástica, la mujer humillada de la canción adopta una silueta de caimán y se transforma en esa pregunta que tanto le han hecho al mismo artista. Una pregunta en que solo debemos percibir la inquietud de los jóvenes (incluso los no tan jóvenes) para hallarle sentido. ¿Por qué no te has ido? es una obra que el transcurrir de nuestro tiempo histórico le augura una prolongada y lamentable vigencia. La incógnita que propone este video recuerda una anécdota de la escritora Dulce María Loynaz, tras haber sido galardonada en España con el Premio Cervantes en 1992. En una conferencia de prensa, un gacetillero provocador le preguntó a la ya anciana poeta y novelista: “¿Y por qué usted no se ha ido de Cuba?”. Pero ella, dando muestras de una vitalidad irónica desconcertante para su edad, respondió: “Por qué razón, si yo llegué primero”. Todo parece indicar que, al instante, Dulce María pensó en el destierro de Heredia o Martí, y afirmó su negación al destino que no merecen ni los grandes ni los pequeños habitantes de su Isla en perenne dispersión. En el verano del 2011, un artista cubano residente en Miami que visita con frecuencia La Habana le repitió a Saavedra la misma interrogante de marras: “¿Por qué no te has ido?”, que él rebatió: “Yo diría mejor: ¿Por qué se fueron ustedes?”. Abandonar la lucha es un terror donde huir es la solución ideal para abolirlo. La obsesión satírica de este artista llega al punto de ironizar, valiéndose de sí mismo, como soporte de la idea y la imagen. En otro de sus tragicómicos videos, un Lázaro le pregunta a otro Lázaro: ¿Tú le has vendido obras al Moma? ¿Tú has estado en la Bienal de Venecia? ¿Tú has sido invitado a la Documenta de Kassel? Ante los seguidos NO del otro, el curioso interrogador le responde de manera tajante: “Voy echando”, y lo deja solo sentado en un sofá, ya que según los principios maquiavélicos del arte contemporáneo: “No me conviene andar con este tipo”. Década tras década, L. S. continúa visible sin la urgencia de padrinos incondicionales ni excesivos mimos institucionales. Marcel Duchamp, quien sentía un gran respeto por el humor, declaró: “El arte es cuestión de personalidad”. Tal parece que el último Lázaro Saavedra que ya conoce el mundo es incapaz de abandonar al primer Lázaro Saavedra cuando su mirada rebotaba en la línea del horizonte mientras se repetía: “Déjame ver qué invento para pasar a la historia del arte”. Dijo un sabio que “La paciencia es la llave que abre la última puerta”. Un escéptico iluminado esgrimió una duda: “¿Existirá la última puerta?”. Otro igualmente sabio ripostó: “Más importante que vencer a mil guerreros en mil batallas diferentes es vencerse a uno mismo”. Puede ser que estas sentencias contengan al verdadero Lázaro Saavedra que simula desdoblarse en el gran actor que no es y, paradójicamente, urge ser en caso de persistir la añoranza de escalar al trampolín donde todos anhelan brincar, hasta tocar el cielo con las manos, para después zambullirse y emerger felices en una pulcra y enorme piscina. Fotografías:1. Lázaro Saavedra, Detector de Ideologías, 1989. |
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