
vista general: The Museum of Everything, Londres Guillermo García
Para la mayoría de nosotros el camino entre lo normal y la anormalidad es un recorrido que muestra la tensión entre la obsesión por el orden y la compulsión por lo extraordinario. Ya sea porque nos creemos que ser normal es una desventaja, significa ser uniforme o predecible, o porque la perspectiva de ser raro implica el rechazo. Ser parte de la mayoría significa ser un borrego, pero ser la oveja negra, el inadaptado, es algo de lo que sólo podemos presumir dentro de nuestro grupo social.
Desde que el término Outsider Art fue acuñado por el escritor británico Roger Cardinal en 1972, la situación del mainstream ha cambiado. Actualmente, la producción artística profesional ha incorporado elementos estéticos y costumbres no occidentales consideradas fuera de lo convencional. Okey, el ángulo más fresco desde el que podemos aceptar nuestra anormalidad sería el de ser original. A todos nos atrae la originalidad, cualquiera que esta sea. Pero ¿ no es la presunción de ser anormal una manera de recargar la batería de una personalidad que teme a ser calificada de hueca o vacía si no tiene un elemento de locura, de anormalidad? La búsqueda de lo nuevo ha sido substituida por el deseo de lo excéntrico. El poscolonialismo ha dado origen a la asimilación de tradiciones y modos de representación que reflejan una agenda de temas, materiales y estrategias que hasta hace poco se consideraban parte decadentes, degeneradas o simplemente exóticas. ¿Quiere decir esto que el mainstream se ha convertido en una presentación paradójica de su antiguo opuesto, el outsider art? ¿Acaso la presencia de artistas no afiliados al arte ha servido como una plataforma para dar nuevo ímpetu a los centros artísticos ya agotados?
El outsider crea sin la consciencia de participar en un sistema, aunque sus creaciones sean integradas al mundo de los museos y galerías de arte con o sin su consentimiento. Cuando se comenzó a usar el término outsider, la palabra describía a individuos cuya expresión creativa estaba alejada de los parámetros de normalidad establecidos por la cultura dominante. En muchos casos, estas obras alucinantes presentan huellas de malestares psicológicos, acusan tendencias antisociales o resultan deliberadamente anacrónicas, primitivas, para los especialistas, dado que expresan una personalidad basada en creencias poco comunes, percibidas como alienadas o extremosas. La expresión visual de estos chivos expiatorios de la normalidad resultaba diametralmente opuesta al academismo , la tradición artística o los valores estéticos aceptables. Su anacronismo era comparado con el dibujo prehistórico, el arte folclórico, el arte tribal o el dibujo de los niños. Su espontaneidad y obsesión fueron atribuidas a la soledad de la creación, la renuncia a exponerse o la obsesión de comunicar un mundo interno complejo. La expresión outsider art finalmente dio frutos en los años 80. Se le atribuyó la paternidad de una fenomenología de la creatividad que resulta atrayente por cuanto no está basada en los paradigmas restrictivos de las categorías del arte convencional. En la actualidad, el mainstream se ha dedicado a buscar, promover y catalogar todo aquello que rompa la norma, lo que resulte ajeno, excéntrico o periférico a los cánones de la Modernidad. Y, en consecuencia, el arte de las periferias se ha occidentalizado. Hoy los artistas de China, India y México son parte del mainstream, y los creadores de lugares remotos como Indonesia, Bielorrusia o Guatemala conservan todavía algo de su outsider look.
La producción de objetos puramente estéticos que no persiguen otra función, manufacturados por individuos que usaron formas expresivas como terapia o expresión libre de su inconsciente, resulta aceptable como definición de la creación artística desde hace algunos años. La falta de intencionalidad artística –por ignorancia o voluntad consciente – y la ausencia de un discurso artístico enunciado como tal [1], ofrece la oportunidad a los curadores de “descubrir” al artista, que vivía aislado de lo real e ignorante de la tradición, y cuya creación era resultado de una tarea oculta o una contacto restringido con el mundo del arte. A pesar de que el proceso productivo -las técnicas y soportes físicos- pudiera remitirse a una materialidad semejante a la del arte (que hoy día echa mano de materiales reciclados y efímeros, como lo hicieron los outsiders), la intención creativa sigue dibujando una línea, una frontera entre outsiders y mainstreamers. Mientras el primero vive de acuerdo a las reglas su mundo propio, el segundo está sujeto a jugar dentro de las reglas del arte, del mercado y del sistema de legitimación. El primero es sedentario el segundo no podría existir fuera del nomadismo. El outsider no buscó la legitimación de un sistema, pero fue éste quien le extendió una carta de naturalización, al introducirlo en los espacios artísticos. Aunque su trabajo fue objeto de aprobación o desaprobación de su contexto local, esto no fue obstáculo para que siguiera produciendo con una regularidad sorprendente. La obra que creó posee valores estéticos, que la hacen atractiva por la enorme distancia que supone con respecto a la estética dominante, pero a veces pasamos por alto que fue el mundo artístico dominante quien robó las creaciones del outsider para su propio beneficio. El arte contemporáneo se define hoy desde la institucionalidad, no desde el manifiesto, como sucedió en la primera mitad del siglo XX. Su exclusión o inclusión dentro del catálogo, dentro de la colección museística y su presentación en el espacio blanco del museo está dada por la habilidad de, teóricamente, señalar un nuevo rumbo de contenidos, contribuir a la redefinición del arte o conseguir una expresión formal individual (la estética de los colectivos está out). Una vez que se reconoce el estilo, se canoniza al artista y se inicia el proceso de su embalsamamiento para convertirlo en el último eslabón de la cadena artística. El objeto estético del outsider no obedece a una genealogía. Su valoración no depende de su inclusión dentro de un discurso aceptado o de la convención. El término Outsider Art es ya una convención que se usa una categoría artística. ¿Vale la pena categorizarlo? ¿Si se clasifica no estaríamos yendo en contra de eso que precisamente es apreciable en él: específicamente su indefinición y espontaneidad? El objeto estético del outsider no obedece a una genealogía. Su valoración no depende de su inclusión dentro de un discurso aceptado o de la convención. El término Outsider Art es ya una convención que se usa una categoría artística. ¿Vale la pena categorizarlo? ¿Si se clasifica no estaríamos yendo en contra de eso que precisamente es apreciable en él: específicamente su indefinición y espontaneidad? Lo que ha distinguido al outsider es el compromiso con causas de una cierta nobleza (se le identifica con la pobreza, la marginalidad, la antipsiquiatría o la discapacidad). La fama que ha alcanzado (algunos de outsiders figuran en colecciones importantes de Europa, como Henry Drager o Martín Ramírez) ha permitido revaluar los aspectos de la dedicada manufactura del trabajo, que el mainstream parece olvidar con demasiada frecuencia, la honestidad y la ingenua genialidad de sus creaciones. El ritual de lo anormal La exposición No normal (Niet Normal) Difference on Display, que se presentó recientemente en Ámsterdam, es un buen ejemplo de cómo las ideas y los medios del arte establecido asimilaron las obsesiones y las percepciones propias del outsider. En la mayoría de la obra (a excepción de los videos) los materiales resultan sumamente eclécticos: desde acumulaciones de objetos personales (desechos de ropa infantil, juguetes, fotografías caseras, medicinas , objetos sadomasoquistas) hasta las temáticas, como la deformación física, la obsesión con el cuerpo, o el descubrimiento de una sexualidad diferente. El conjunto deja ver con claridad cómo se rescribe el discurso del mainstream a través de las obsesiones que caracterizaron la creación marginal.
Temas como la perfectibilidad y la perfección, que tanto obsesionan a nuestra era, quedan atrapados en la obra de Thomas Hirsrchhorn (Mannequins with outgrows; la Creux del Infer, 1995) consistente en una presentación de maniquíes que ejemplifican severas deformaciones corporales, resultado de enfermedades genéticas. La pareja de los hermanos Dinos y Jake Champan entrega una escultura Ubermensch (2000), efigie del reconocido físico Stephen Hawkings a punto de caer en su silla de ruedas en el vacío, acompañada de un texto escrito por él donde expresa el deseo de ser una célula, un vegetal, al menos un ente completo. Ambas son obras resultado de una introspección en lo que significa la enfermedad ya la condición humana. La obsesión con la salud y la enfermedad queda manifiesta en la obra Farmacopoeia (2005), de Crichley Freeman, una pieza monumental en la que muestra las 14 mil píldoras, pastillas y cápsulas de medicina que ingiere una persona en promedio a lo largo de su vida, para controlar los efectos de la enfermedad.
Si la tecnología promete mundos artificiales mejores que el mundo natural, Patricia Piccinini, nos demuestra que la alteración genética también tendría sus consecuencias sobre la apreciación estética y el valor de la belleza. Su escultura de un bebé simiesco en su cuna, con bata rosa, puede no ser lo que consideraríamos una preciosa criaturita. La normatividad exagerada lleva también a hacer énfasis en los que son diferentes, los que no se ajustan a la norma. No obstante, desde el punto de vista estético el cuerpo normal es una excepción; los procedimientos quirúrgicos para embellecerlo, o revertir los estragos del tiempo, se reflejan en las obras como la de Marc Quinn, una escultura de mármol blanco (Stuart Penn, el conocido doble de cine, que perdió una pierna durante una filmación de televisión) con la efigie del atleta clásico, con una pierna y un brazo amputados. Los videos de Daniel Guzmán y Julika Rudelius presentan dos extremos del espectro normal- patológico. El primero usa el recurso del video clip musical para poner en escena el desfile de un grupo de locos grotescos sobre una céntrica avenida. Aquí la ruptura de la cotidianeidad de la vida sin mayores consecuencias se funde con el anonimato de las masas. Caso aparte resultan las entrevistas documentales (Forever, 2009) con tres mujeres estadounidenses de Los Hampton (la colonia de millonarios del estado de Nueva York). La artista Julika Rudelius solicitó a estas excéntricas damas que hablaran de la belleza y de su cuerpo en forma positiva. Las tres tienen más de 60 años y han transformado su físico hasta lo grotesco por medio de la cirugía plástica, el maquillaje y la moda. Las opiniones vertidas durante la entrevista dejan ver hasta que punto las la desviación patológica de la norma raya en el esperpento y la ilimitada obsesión por ser reconocido. En contraste con las obsesiones privadas de los outsider, la plaga de fantasías mediáticas (Sisek) que caracteriza esta era, ha convertido el mundo en una pesadilla poblada de anormalidades virtuales y desviaciones tangibles que cotidianamente manifiestan la ausencia de propósito que caracteriza la vida “normal” contemporánea. La superficialidad epidémica, la obsesión con una temporalidad efímera, la búsqueda de lo nuevo a costa de todo lo demás, generan fantasías reales, elaboradas pesadillas y mundos tan predeciblemente antinaturales como los lugares vacíos de significado. Hoy día la normalidad puede resultar tanto o más patológica que lo anormal.
Las musas de lo ordinario Por otro lado, la ingenuidad y la profundidad manifiestas en la creatividad outsider ofrecen mundos mucho más creíbles y emocionantes, relacionados con experiencias insólitas y viajes por la imaginación.
La razón por la que la obra de estos creadores resulta renovadora es porque nos ofrece una entrada a una vida compleja a través de la expresión visual. El objeto en sí es una referente que presenta el mundo desde una perspectiva enigmática. La obra transforma lo común volviéndolo extraordinario. Dejarse llevar por ella significa participar de las experiencia de un ámbito donde lo personal y lo familiar, lo empírico y lo racional, conocimiento e imaginación, se funden.
La selección es lo suficientemente amplia como para que el visitante elabore su propio juicio sobre lo que puede ser la creación, al margen de las definiciones impuestas o de los valores entendidos. Cada uno de los creadores expuestos es presentado por artistas o curadores de renombre, que poca luz arrojan sobre una obra como la de Morton Bartlett, cuyas muñecas absolutamente realistas están cuidadosamente posadas y recuerdan las fotos de púberes de la artista Rineke Deijsktra. El cuerpo humano, la sexualidad, la religión, la terapéutica, el tiempo o las máquinas son algunos de los temas que recorren la exposición de este museo improvisado dentro de un viejo edificio dilapidado, cuyas salas han sido adaptadas con pocos recursos. El lugar ofrece a la obra el ambiente de un garaje, una buhardilla o una bodega, muy similares al lugar donde el plomero de Chicago Henry Darger realizó sus primeros dibujos: figuras inocentes de niñas desvestidas , tomadas de libros para dibujar o muñecas para recortar, que son perseguidas y amenazadas por criaturas fantásticas. Cualquier parecido con las esculturas de los hermanos Chapman puede ser sólo una casualidad. La obra es una proyección nítida y directa de la mente que la creó sobre la superficie del papel o la tela. Y es el sentido de crudeza, de la urgencia de su mensaje, lo que también invita al espectador a proyectar sus propias fantasías y una mística sorprendente como la de Emery Blangdon y sus móviles con los cuales creó una fabulosa Healing Machine, o máquina de curar. La ausencia de reglas compositivas, o el reciclaje de formas comunicativas (letreros, estadísticas, templos, esquemas, tablas numéricas, páginas de periódicos) dejan ver la infinidad de soportes y la manera en que el soporte y el contenido se influyen mutuamente. Al igual que la experiencia del artista y su capacidad para retratar su yo interno, en la obra no está todo el contenido sino la apertura a un mundo mucho más amplio que invita a traspasar el umbral de lo normal. Quién es este individuo, qué lo llevó a hacer estos objetos, porque me siento atraído por este más que por aquel.
Una forma de fetichismo o de totemismo se intuye en el recorrido del museo. Estamos rodeados por objetos que tienen un poder mágico, que nos obliga a detenernos frente a cada uno de ellos y leer obsesivamente las frases que nos ofrecen, recorrer las líneas, contar las caras, mirar el infinito en las líneas concéntricas de los dibujos de Martín Ramírez. Si el siglo XXI sigue huérfano de proyectos, y sí la esperanza todavía nos da para desear un mundo distinto al que vivimos, valdría la pena sumergirse en la obra de estos sensibles seres humanos, para saber qué es lo que mueve a la creación humana, que es lo que le da su identidad y le produce satisfacción, dónde está el secreto de la felicidad o la explicación de la angustia. Si el arte todavía no ha podido reconquistar la inspiración para el hombre común, la creatividad de los outsiders es un camino que habría que explorar con más frecuencia para comenzar de nuevo a hacer las preguntas que dan dirección a la existencia.
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